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Amar y descender

Hasta que un día descubrí que mi cariño por Boca se había apagado. Recibiendo golpes, a medida que Huracán de Tres Arroyos perdía y perdía en una campaña espantosa, me conté entre sus fieles. Cada derrota me volvía más obstinado, me aferraba más a mi nueva condición.
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por SANTIAGO MENICHELLI
Publicada originalmente en La Agenda Revista
Para los hinchas de fútbol parece haber una máxima, un principio básico que establece que la camiseta no se cambia por nada: en la infancia uno se identifica con un equipo y así se muere, envuelto en esos mismos colores. La pasión como un pacto de fidelidad inalterable, definitivo. Ir en contra de ese código lo vuelve a uno un traidor. Como si el primer amor tuviera que ser siempre el amor verdadero, como si en el camino no pudiera aparecer algo más, una luz nueva, una fuerza capaz de trastocar el futuro. No me da vergüenza decir que fui hincha de Boca hasta los trece años, cuando lo dejé para hacerme de Huracán de Tres Arroyos. Pasé de ser hincha del gran campeón, del club más ganador de nuestro país, a ser fanático del peor equipo del siglo en el fútbol argentino.
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Me crié, como la mayoría de los chicos de la generación del noventa, y las anteriores y las que siguieron, con una pelota de fútbol en los pies. Tenía ocho años cuando le pedí a mi padre que me rapara y me dejara solamente el flequillo. Llevé con orgullo el corte de pelo de Martín Palermo. En aquel tiempo Boca tenía como entrenador a Carlos Bianchi y lo ganaba todo: torneos locales, Copa Libertadores, fue campeón del mundo después de vencer al Real Madrid. Mi hermano mellizo era de River, de manera que la competencia entre nosotros era feroz y constante. Cuando cumplimos nueve años organizamos un partido Boca contra River. No recuerdo quién ganó. Ese mismo día se murió mi abuela Estela, que vivía en Tres Arroyos, una ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires, a 500 kilómetros de mi casa en el conurbano bonaerense. Me costó asimilarlo. Empecé a vomitar cada mañana al llegar a la escuela. Me mandaron a una psicóloga para ayudarme a hacer el duelo y en algún momento me dieron el alta, pero yo sabía que el asunto no había quedado saldado. Durante esos meses el fútbol fue mi guarida. Solo me olvidaba de que no volvería a ver a mi abuela cuando jugaba al fútbol o escuchaba por la radio —nunca por la televisión porque mi padre se rehusaba a pagar por el fútbol codificado— los partidos de Boca.
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Era el 2004 y yo tenía trece años. Mi padre me contó una tarde lo que acababa de oír en la radio: que un equipo de Tres Arroyos, esa ciudad a la que nunca habíamos regresado, esa ciudad que me devolvía a mi abuela, estaba jugando en la segunda categoría y le estaba yendo muy bien. Se llamaba Huracán. Yo no lo había escuchado nombrar, me interesaba únicamente Boca y lo que pasaba en primera. Lo bueno era que el torneo de la B se podía ver por televisión sin decodificador, así que empecé a seguir la campaña del equipo. El 4 de julio, Huracán le ganó 3 a 2 a Atlético de Rafaela y ascendió a primera. En la pantalla de TyC Sports, los comentaristas destacaban enfervorizados la hazaña de ese equipo humilde, de bajísimo presupuesto, que llegaba a los primeros planos del fútbol nacional. En 1998 competía en la liga municipal y seis años después, prácticamente con los mismos jugadores —todos de la ciudad o de la zona, de Necochea, Tandil, Laprida, Olavarría— llegaba a lo más alto. Un ascenso meteórico. Al equipo lo montaron a un camión de bomberos y lo pasearon por el centro, lo hicieron subir al balcón del palacio municipal y el pueblo se amuchó en la plaza de enfrente para celebrar. El club representaba a una ciudad agrícola y ganadera y era el prototipo perfecto del fútbol chacarero, al punto que cuentan que hubo tractores circulando por Tres Arroyos y haciendo flamear en el aire la bandera de Huracán. El máximo goleador y figura del equipo era Claudio García, el Novillo, que había llegado desde Energía, un pueblito cercano de 128 habitantes. La historia era poesía pura y toda esa lírica se clavó como una daga en el corazón de mi propio mito.

El 3 de octubre de 2004, Huracán de Tres Arroyos se enfrentaba por primera vez a Boca, en La Bombonera. En los días previos, mi hermano me preguntó quién quería que ganara. No estaba seguro, pero de todas maneras me parecía que el asunto era sencillo porque Huracán había ganado un solo partido de ocho, qué iba a poder hacer contra Boca. Un rato antes del partido me fui a dormir la siesta. No escuché la alarma y pasé de largo unos minutos. Cuando me desperté, prendí desesperado la televisión para ver en TyC Sports un programa en el que relataban el partido mientras mostraban la tribuna: otra vez el padecimiento del fútbol codificado. Para mi sorpresa, Huracán ganaba 1 a 0. Merecía, decían los comentaristas, una diferencia incluso más holgada. La motivación que tenían era brutal, era el partido de sus vidas. Pero a mí no me gustó nada que Boca fuera perdiendo, quería que lo diera vuelta. Y eso fue precisamente lo que ocurrió: Palermo acertó en dos ocasiones, dos goles que yo grité, y Boca le ganó a Huracán. Cuando terminó, miré el resultado y súbitamente sentí que me había equivocado, que debí haber estado del lado de Huracán. Qué lindo hubiese sido, pensé, que el humilde derrotara al poderoso. Hasta me creí responsable de lo que acababa de suceder, en ese ego un poco idiota que a veces tienen los hinchas de fútbol. Y poco a poco, domingo a domingo, mi fanatismo fue mutando. Hasta que un día, no sé bien cuándo, descubrí que mi cariño por Boca se había apagado. Recibiendo golpes, a medida que Huracán perdía y perdía en una campaña espantosa, me conté entre sus fieles. Cada derrota me volvía más obstinado, me aferraba más a mi nueva condición. El 28 de mayo de 2005, varias fechas antes del final del campeonato y marcando un récord negativo en el fútbol argentino, con dos triunfos en 38 partidos, Huracán se fue al descenso. Y yo también.

De vuelta en segunda división, el objetivo era reconquistar el terreno perdido. Si fue posible una vez, por qué no podríamos lograrlo de nuevo. Pero todo se hizo cuesta arriba. En 2006, Huracán estuvo 14 partidos sin ganar. 14 domingos en los que me liberé de todo plan para quedarme pegado a la computadora escuchando por internet la radio LU24 de Tres Arroyos. Nueve meses exactos, entre el 11 de febrero y el 11 de noviembre, sin ninguna alegría. El 20 de mayo de 2007, Huracán descendió a tercera división.
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Con 16 años y el club jugando en tercera, hice mis primeras experiencias como periodista, oficio al que todavía hoy me dedico. Cubría los partidos para un sitio web del fútbol de ascenso y también publicaba los artículos en mi propia página de Huracán. Un tiempo atrás me había hecho amigos a través del foro que tenía el sitio oficial del club. A ellos también les interesaba el periodismo y en 2008 decidimos crear nuestro medio, exclusivo del fútbol del interior. Se llamó Interior Futbolero. En la tercera categoría están los equipos metropolitanos y los del interior, los chacareros como Huracán. Nos embanderamos con ellos y fuimos a la AFA para exigir que repartieran los recursos televisivos a las dos divisiones de manera ecuánime. Entrevisté a su presidente Julio Grondona la noche en que echaron a Diego Maradona como técnico de la Selección Argentina y salí en vivo en la mayoría de los noticieros acorralándolo con preguntas sobre el fútbol del interior. Nuestro medio creció muchísimo al punto que actualmente produce un programa de televisión en el canal Deportv. A Huracán no le fue tan bien. Después de algunas temporadas en tercera, el 15 de abril de 2012 descendió a cuarta división. En 2013 lo eligieron el peor equipo del siglo en el fútbol argentino: ninguno sufrió tantas pérdidas de categoría en tan poco tiempo.
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Cuando el club se empezaba a preparar para jugar en cuarta división me convocaron para ser el jefe de prensa. Acepté y me embarqué en una nueva ilusión que terminó muy mal: el club se quedó sin dinero y cuando terminó el campeonato decidió abandonar el fútbol profesional. Fue una forma de descender por cuarta vez. En los diarios publicaron artículos en los que se preguntaban qué fue de la vida de Huracán de Tres Arroyos, así como se recuerda a una antigua gloria del cine que murió pobre y olvidada. En los comentarios los fanáticos del fútbol demostraban su simpatía por Huracán, esa simpatía que en realidad es pena: lo que uno siente al pasar junto a un perro viejo y desvencijado.
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La vuelta de Huracán al amateurismo me sumió en un dolor tan hondo que jamás volví a ver un partido de fútbol completo, de acá ni de ningún otro país, con la sola excepción de la Selección Argentina. Intenté dejarlo como se deja un viejo vicio. Quise hacerme hincha de Tigre, el equipo del lugar en que nací, que jugaba en primera. Mi hermano me regaló la camiseta, leí las noticias del equipo durante la semana, fui a la cancha algunas veces, grité los goles, procuré inyectarme el fanatismo por Tigre. Pero no funciona así. Ni siquiera una vez, después de ganar cualquier partido, sentí esa alegría que parece imposible de empañar, ese momento dorado en que no importa nada más y uno sabe que, aunque afuera todo se esté desmembrando, al menos va a conservar esa porción de felicidad. Tigre no era la felicidad.
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Ahora el club juega en la liga de Tres Arroyos, muy lejos de primera división. Antes enfrentaba a Boca y a River y ahora a Almaceneros de Coronel Pringles y al Club Social y Deportivo Once Corazones de Indio Rico. Qué le voy a hacer, soy hincha de Huracán de Tres Arroyos.